Mi amor por Eva tiene muchos
años. Me lo inculcó mi abuela paterna María. Una gallega de mucho carácter y de
fuertes convicciones que no dudó, como ya conté en otra oportunidad, en venirse
de su Galicia Natal, sola, con boleto de tercera, en un barco que tardaba una
eternidad en llegar al puerto de Buenos Aires. Con 28 años, una edad en la que,
en aquella época, para las mujeres, era tarde para todo. Llegó a la Argentina y
empezó de nuevo.
Se casó, tuvo hijos y a pesar de
no saber escribir, ni leer, llegó a manejar un almacén. En todo ese recorrido, pasó muchas
privaciones, pero no se achicó. Se
instaló definitivamente en un terreno
-comprado con mucho sacrificio-, con mi abuelo, en la localidad
bonaerense de Wilde, tierra yerma, en ese entonces. Una zona con calles de
barro y carencia de alumbrado público, entre otras dificultades. Por eso no dudó un instante. Fue a ver a Evita para pedirle por el
progreso del barrio. Y Evita la ayudó.
Mi abuela sentía pasión por Eva,
como toda mi familia y todos los pobres del país, los trabajadores, los niños,
abuelos, todos. No menciono al resto
porque solo representaban una minoría. Eran los parciales, los que la criticaban por sus vestidos caros o joyas
y no ponían atención en la agotadora y solitaria tarea de la abanderada de los
humildes: devolverle la dignidad a los que nada tenían, como le pasó a ella
misma. En esa exigua porción de la
sociedad que mencioné más arriba, voy a incluir a los parásitos sociales, a los
que concentraban la riqueza de nuestro país en pocas familias de varios
apellidos, a los explotadores, a los desalmados, a los egoístas, que pasaban
sus aburridas vidas con los ojos puestos en la rancia Europa. Conservaban sus fortunas por años y por
herencias de dudosa procedencia y gracias a apellidos de alcurnia. Éstos,
obviamente odiaban a la Eva.
Crecí adorando a esa mujer
inmensa, que entregó su salud y su vida por los más necesitados. Por eso murió
tan joven. Dicen que las enfermedades
vienen de las cuestiones mentales que uno no puede digerir. Mi teoría sigue intacta, Eva se consumió por
la bronca que le daba tanta injusticia
social (apreciación muy personal).
Por eso, cuando llegué a los
Toldos, en el aniversario de su cumpleaños, como tantas veces había deseado, mi
emoción fue indescriptible. Ahí Evita sigue viva. La recuerdan su gente, sus edificios, los
monumentos en honor a ella y su humilde casa natal hoy convertida en museo.
ALICIA CAMPOS